Por: Javier Lopatin, académico de la Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibáñez.
La sostenibilidad de los ecosistemas es crucial para garantizar la seguridad hídrica de la humanidad; así lo confirmó un reporte de la Organización de las Naciones Unidas de 2015.
El 17 de junio se conmemora el Día Mundial contra la Desertificación y la Sequía, instancia que obliga una reflexión colectiva en la academia, el Estado, la industria y la sociedad, dado que las regiones mediterráneas son especialmente vulnerables a los cambios en la disponibilidad de agua, por su sobrepoblamiento y productividad.
De hecho, nuestra zona mediterránea se extiende entre Coquimbo y La Araucanía, y ha sufrido una caída del 30% en las precipitaciones entre 1960 y 2016. Es más, la década actual es la más cálida de los últimos 100 años, y durante los últimos nueve, la llamada “megasequía chilena” es el periodo seco más prolongado y extenso del que se tiene conocimiento.
La megasequía provoca mayores tasas de evaporación en los cuerpos de agua y la evapotranspiración en los cultivos y la vegetación natural, acelerando el derretimiento de la nieve y disminuyendo la disponibilidad de agua durante el verano.
Esta situación también incide en las respuestas hidrológicas de las cuencas, provocando reducciones del caudal y del agua potable en las comunidades rurales. Asimismo, la disminución del caudal de los ríos provoca que la descarga de sedimentos y nutrientes al mar haya disminuido también entre un 25% a un 75%, generando una baja de los niveles de biomasa fotosintética (fitoplancton) en la costa, perjudicando así a los recursos pesqueros, ya que el fitoplancton es la base alimenticia de gran parte de su vida animal marítima.
Las proyecciones del cambio climático sugieren que en el futuro habrá sequías más severas, lo que llevará a reducciones de la escorrentía (escurrimiento de aguas lluvia) de alrededor del 40%. Los cambios globales y locales en el uso de la tierra agravan aún más estas respuestas hidrológicas de las cuencas.
Para generar políticas públicas integrativas e informadas en nuestro territorio, es necesario investigar profundamente las interrelaciones de los distintos componentes del ciclo hidrológico en nuestro país. Es necesario entender cómo el continuo suelo-vegetación-atmósfera (CSVA) reacciona e interacciona con los cambios climáticos y la sequía. Si bien el clima global influye en la disminución de las precipitaciones y en la disponibilidad de agua en nuestra región, nuestras decisiones y administración territorial pueden variar las características vegetacionales y la arquitectura del paisaje, teniendo grandes efectos en intensificar los efectos de las sequías mediante retroalimentaciones tierra-atmósfera. Por ejemplo, el uso de modelos hidrológicos demuestra que reemplazar con bosque nativo algunos sectores estratégicos podría frenar en cierta medida la desecación de la zona central de Chile.
Para estimar los efectos del cambio climático y las sequías en nuestro territorio es necesario contar con grandes cantidades de datos. La percepción remota y la inteligencia artificial nos permiten conocer el estado de salud de las plantas, la cantidad de agua de un ecosistema, y el secuestro de carbono, entre otros aspectos importantes del territorio.
La Facultad de Ingeniería y Ciencias de la Universidad Adolfo Ibáñez actualmente tiene, en conjunto con CSIRO Chile y Fundación Data Observatory, la administración del Open Data Cube en Chile, una plataforma que provee datos abiertos satelitales para el estudio de territorios, una herramienta de almacenamiento y procesamiento de datos en la nube, al servicio de la investigación, la innovación y el desarrollo de políticas más asertivas. Chile exige un modelo de análisis público-privado y el uso de data science para gestionar los recursos hídricos del país.
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