Por Ricardo Monge Director Instituto de Matemática, Física y Estadística Universidad de Las Américas

En las redes sociales, la percepción de lo que “piensa la mayoría” no surge del debate, sino de la estructura de nuestras conexiones. La matemática de los grafos revela por qué tantos creen formar parte del consenso cuando, en realidad, solo observan un espejismo.
En el gran tejido de las redes sociales, las matemáticas tienen más que decir de lo que parece. No se trata solo de algoritmos ni de inteligencia artificial, sino de la estructura misma de las relaciones humanas convertida en datos. Cada persona es un nodo; cada interacción, una arista que une puntos en un enorme grafo. Y es en ese entramado donde surge una paradoja muy interesante: la ilusión de mayoría. Un fenómeno que nos hace creer que lo que vemos en nuestro entorno digital refleja el sentir de la mayoría, cuando en realidad es apenas una distorsión estadística.
En teoría de grafos, basta con que unos pocos nodos estén altamente conectados para alterar la percepción global. Si esas personas influyentes, cuentas virales y medios con gran alcance expresan una opinión minoritaria, su eco puede multiplicarse hasta parecer dominante. Localmente, se percibe una mayoría; globalmente, no lo es. Pero en la práctica, esa ilusión puede modificar la conducta colectiva, influir en las votaciones o moldear el debate público. Los números, bien distribuidos, pueden engañarnos sin intención: basta con que la estructura los amplifique.
Las plataformas digitales, lejos de corregir este sesgo, lo profundizan. Sus algoritmos privilegian lo que más genera reacción, no lo que mejor representa la realidad. Así, un desequilibrio en la red se convierte en una cascada perceptiva: lo que es minoría en el mundo físico se vuelve omnipresente en el digital. Las redes dejan de ser espejos del pensamiento común y se transforman en amplificadores de lo excepcional, en escenarios donde la atención sustituye a la verdad.
El efecto es circular. Si alguien percibe que su opinión es minoritaria, tiende a callar; si cree que su postura es compartida, la repite con más fuerza. Las conexiones, esa red social invisible, refuerzan la ilusión. Lo que inicialmente era una disparidad en la configuración de la red acaba influyendo en los comportamientos, las emociones y las decisiones políticas. La matemática, al aplicarse a estas estructuras, termina produciendo efectos ideológicos.
Frente a esta trampa de percepciones, la solución no pasa solo por reformular algoritmos o moderar contenidos. También exige una nueva alfabetización cívica: aprender a leer la estructura detrás del ruido, a reconocer cuándo el consenso que vemos en pantalla no es más que un espejismo de conectividad. Hoy, cuando observamos que los datos reemplazan las conversaciones y los grafos sustituyen las plazas públicas, entender la ilusión de mayoría no es un ejercicio de reflexión: es un acto de lucidez democrática.
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